domingo, 8 de mayo de 2011

Decálogo de la buena sorpresa.


Cuando se supone que hay que dar una sorpresa, el objetivo final de la misma (la persona), nunca ha de enterarse antes de tiempo. Ese es el axioma que todo el mundo tiene en cuenta a la hora de dar sorpresas. La teoría siempre es fácil, por lo menos para aquella clase de personas acostumbradas a recibir calcetines de manos de otros y que la última que se agacharon delante de la chimenea no fue para encenderla, sino para quemar una serie de documentos comprometedores con respecto a activididades no del todo lícitas. Para ese tipo de personas suele ser de lo más fácil. Principalmente porque nunca son ellos los encargados de comprar o idear la sorpresa, sino cierto tipo de pingüino que acostumbra a tener maneras muy inglesas y un paño blanco en el brazo derecho.
Sin embargo, para el resto de mortales comunes, normales y molientes, dar sorpresas puede ser desde desesperante, en el mejor de los casos, y puede hasta llegar al suicidio, en casos realmente graves.
El problema de las sorpresas es que rara vez conocemos realmente bien a la persona a la que pretendemos dar la sorpresa. Fingimos conocerla, la sonreímos al pasar al lado suyo por la calle, pero no sabemos absolutamente nada acerca del art decó, motivo por el cual regalamos la lámpara de estilo victoriano a la Pareja-Todo-Funcional-y-Metálico. Claro que esto es, en realidad, un problema de fondo, algo menor en comparación con el verdadero problema de las sorpresas.
El problema real de las sorpresas es que la gente nunca sabe lo que quiere. Cree saberlo, pero no es así. Si no, no existiría la adolescencia, vía de escape durante unos años para algunos, situación simbiótica y cómoda de por vida para otros. Acertar con una sorpresa es inconmesurablemente difícil porque si la persona destinada no sabe lo que quiere, ¿cómo va saberlo la encargada de dar la alegría? Por cierto, por sorpresa ha de entenderse de cualquier tipo, desde regalos de cumpleaños, hasta fiestas de despedida, pasando por jubilaciones. Ese es el motivo principal de las caras de WTF? de la inmensa mayoría de personas cuando reciben su sorpresa.
Visto así, se pueden dar dos vertientes:
A) Quedarse con la sorpresa para uno mismo, dando por supuesto que se ha regalado lo que GUSTABA, pero no lo que se QUERÍA.
B) Intentar, con la próxima cosa que se sorprese, no ser ni original, ni escrupulosamente milimétrico envolviendo...sino dando una sorpresa sincera. Quo erat demostrandum. Es asombrosamente difícil, puesto que la inmensa mayoría de las veces se cuza una bola de espaguetis creadora de universos en nuestro camino y nos obliga a dar la sorpresa. Pero cuando la sorpresa sale del corazón, de las inteciones nobles (que no bajas pasiones de Platón), es entonces cuando acertamos de pleno.
C)Regalar un gatito, perro o similar en función de las condiciones alérgicas del sujeto a recibir la sorpresa. O un peluche. Nunca falla. NADIE  sabe decirle que no a unos ojitos redondos y tiernos rodeados de una bola de pelo suave y esponjosa. Y esto incluye a mi madre.