viernes, 17 de diciembre de 2010

Una idea.

Hay ideas de todo tipo. Ideas buenas, luminosas, que adquieren formas amables y se esconden al ojo humano, para actuar cuando éste no se dé cuenta. Hay ideas malvadas, envueltas en nubes de humo y azufre, del color del carbón, que en ocasiones actúan a hurtadillas, pero que en ocasiones prefieren actuar a plena luz, devastando todo a su paso. Hay ideas simples, que vienen y van entre suspiros; ideas perdidas y resurgidas, que adquieren la forma de gotas de agua que, caídas de algún tejado lejano, despiertan a personas a la realidad de su vida, dándoles un sentido.
La idea que ocupa esta historia no es ninguna de las anteriores. Ésta era una idea despistada, que en el fondo son las mejores, pues aparecen cuando menos los esperamos, o cuando más las necesitamos, pues ni siquiera nos habíamos dado cuenta de que estaban ahí. La idea estaba desperezándose encima de un tablón de madera de un desván viejo, polvoriento, solitario y lleno de trastos (era factoría Disney, que cuidaba mucho de que siempre tuviese el mismo aspecto). Era el tipo de idea que solemos confundir con las hadas, pues brillaba con una luz propia suave, palpitante. Después de acicalarse con un gesto al que muchos recordarían a un hámster, la idea dirigió su conciencia debajo de ella, buscando la mente que debía alimentar, pues ése el propósito de las ideas.
Deslizándose entre las grietas de los tablones del desván, se asomó al piso inferior, donde una luz brillante la atrajo por unos minutos, tiempo en el que estuvo dando vueltas alrededor del resplandor (cuestión de ascendencia: la idea de la malaria fue mosquito, y la nuestra era bastante picajosa). Terminada la inspección continuó descendiendo suavemente, como una pluma cayendo, con un leve vaivén, para posarse encima de una mata de pelo alborotada por la desesperación de unos dedos que la rastrillaban de vez en cuando entre suspiros.
La mata de pelo en cuestión pertenecía a un joven. Un joven en apariencia como otro cualquiera, vestido como otros tantos, que escuchaba la misma música de millones, y que soportaba a su madre de la misma forma que todo adolescente. Incluso su problema, que era el que había despertado a nuestra idea protagonista, era bastante común. Eso era lo que convertía a nuestro joven amigo en especial: su problema. Su problema se materializaba en aquel momento en un montón de bolas de papel arrugadas, en un lápiz gastado y un boli que iba por el mismo camino que su congénere. Nuestro amigo estaba sin ideas. Lo que no sería tan grave si no fuese porque derivaba de otro problema: estaba enamorado.
No sabía cómo ni cuando, y mucho menos dónde le había ocurrido algo así, pero estaba aterrado. ¿Qué decirle, cómo decirle, cuándo decirle?. Es más ¡¿qué decirle?! Esos eran los interrogantes que se planteaba el joven. Se había enamorado de una piel suave, de unos labios carnosos, de un pelo caoba, de unos ojos de ámbar... y no sabía cómo enfrentarse a todo ello. Se entiende todo ello, junto, que no revuelto.
Aquí intervino la idea, que había estado observando sin ser observada, las tribulaciones del chico. Se introdujo suavemente en la mata de pelo, cada vez más, hasta que llegó a la mente del joven. Una vez allí se expandió como una supernova, brillando en todo su esplendor, calentando la piel, la sangre, acelerando la respiración y los latidos, dilatando las pupilas.
Alterado, el joven se puso en pie. Había un ligero brillo en sus ojos, algo apenas imperceptible, pero que estaba ahí. Había tomado una decisión. Sus piernas, en parte por voluntad propia y en parte voluntad del chico, entraron en una dinámica de alternancia, en lo que se conoce como correr o salir disparado de casa. Corrió cuanto pudo, durante unas calles. De todas formas, su objetivo no vivía lejos.
Al fin divisó su destino, que en ese momento concreto estaba sentada de espaldas a él, leyendo en el porche de su casa. Y no era en el coche.
Se acercó despacio, el corazón bombeando fuerte, intentando no respirar demasiado, pisando despacio y suave.  La observó un instante, dudando. La idea brilló con más fuerza.
Se inclinó detrás de ella, y acercó los labios a su oído.
Luego susurró:
-Te quiero.

Dedicado a mi pequeña

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